4.1.09

CIENCIA MICCIÓN


Tiramos un litro y medio al día de nuestro valioso pipí. ¿Sabías que tu orina puede ser muy útil…?. Incluso nos podría ayudar a volver a la Luna.

“No te preguntes qué puede hacer tu país por ti, pregúntate qué puedes hacer por tu país”, decía J.F.K. a sus conciudadanos en su discurso de investidura. Pues bien, a lo largo del pasado mes de julio, lo que sus paisanos podían hacer por su país, era, precisamente, orinar en un frasco, donar la muestra a la NASA y contribuír a la consecución del proyecto Orion (nada que ver con el Orinón, jajaja), que aspira a devolver al hombre a la Luna antes del 2020.

Es cierto que ésta acción no puede entenderse como “dar lo mejor de uno mismo”, pero con el arsenal de líquido recogido (unos 450 litros, que se me antoja ridícula), la Agencia pretende cubrir la demanda de ésta materia prima requerida por sus ingenieros. Se utilizará para poner a prueba un nuevo producto químico capaz de mantener en suspensión las partículas sólidas presentes en la orina, lo que evitará que en condiciones de microgravedad aquellas atasquen los retretes espaciales. Porque si, hasta el infinito y más allá, pero el agua hay que cambiársela al canario aquí y en la Luna. No obstante, no se trata del primer experimento científico, ni el más curioso en utilizar la orina humana como producto de partida fundamental.

Sin ir más lejos ni en el tiempo ni en el espacio, y gracias a una iniciativa similar, en el 2004, científicos del ejército estadounidense pudieron confirmar la utilidad de una novedosa y muy práctica ración de comida deshidratada que, para rehidratarse y convertirse en el rancho de la tropa, sólo requería de la orina del soldado. Estaba dotada de un envoltorio de naturaleza membranosa, con un tamaño de poro tal que permitía el paso del líquido al interior, bajo la acción de la presión osmótica, al tiempo que impedía que bacterias y demás agentes infecciosos y tóxicos, demasiado voluminosos, atravesasen las líneas.

Claro, que si algún experimento brilla con luz propia entre los efectuados con al orina, ese es el realizado en 1669 por el comerciante alemán y alquimista aficionado Henning Brand. Impulsado por la creencia, tan arraigada entre los alquimistas de la época, de que el dorado color de la orina sin duda era una pista que debía conducir hacia la piedra filosofal que transformaría cualquier sustancia en oro, no dudó en almacenar miles de litros en toneles en el sótano de su vivienda para luego procesarlos. Gracias a lo cuál, por fin pudo ver la luz. Un brillo emitido por el residuo blanquecino, fosforescente e inflamable en contacto con el aire que obtuvo, y que no era otra cosa que fósforo blanco, en lo que supuso el descubrimiento de dicho elemento. Y también un lucrativo negocio, primero para Brand, al vender su secreto procedimiento a otro alquimista, el también alemán Daniel Kraft. Y después para éste, que se hizo de oro realizando deslumbrantes presentaciones del nuevo material ante los más distinguidos auditorios de media Europa.

Una de ellas, la que efectuó en Inglaterra en 1677 ante un selecto grupo encabezado por el insigne Robert Boyle, considerado uno de los padres de química moderna. Boyle quedó tan impresionado que solicitó a Kraft una muestra de aquella sustancia (o al menos la forma de obtenerla), para realizar sus propias investigaciones, ante lo cuál, el alemán se excusó limitándose a desvelar que procedía de algo que se obtenía del cuerpo humano. Boyle, con buen criterio, pensó que podría tratarse de la orina, y durante los dos siguientes años, dedicó sus esfuerzos a intentar obtener el fósforo. Para desgracia de su ayudante, Daniel Bilger, empleado para la recolección de toda la orina que se generase en la mansión de los Boyle. Por si no fuera suficiente, ante los repetidos fracasos de su jefe, acabó por convertirse en asíduo de cuanto pozo negro hubiese en la zona en busca de otras posibles fuentes corporales. Finalmente, y por conductos más sutiles no tan alejados del “espionaje industrial”, Boyle fue capaz de hacerse con el secreto de la obtención del fósforo.

El auge de las llamadas medicinas altenartivas sirvió para popularizar en occidente la conocida como ORINOTERAPIA (sí, si, como suena, y sí, sí, va de lo que estás pensando)… la creencia de que beberse la propia orina es saludable. Numerosos gurús y naturistas han proclamado las supuestas bondades de ésta terapia, cuyo origen, dicen, está vinculado a prácticas hinduistas y budistas. Sus partidarios afirman que la orina humana tiene propiedades rejuvenecidotas, que es buena para la piel, para recuperar el vigor sexual y que hasta podría ser anticancerígeno. Ninguna de éstas virtudes ha sido demostrada o corroborada por investigación científica alguna. Pese a ello, la orinoterapia cuenta con centenares de seguidores (urópatos), incluso personajes famosos como John Lennon y Jim Morrison.

Comparado con el experimento anterior, poco lustre tiene le experimento efectuado, casi un siglo después, en 1773, por el químico francés Hilaire-Marie Rouelle, en su empeño de aislar e identificar los compuestos presentes en los fluídos de todo bicho viviente. Rouelle logró cristalizar, a partir de la orina humana, (y también de la de caballos y vacas), el principal metabolismo presente en ella. Éste logro marcó el principio del fin del Vitalismo, teoría que defendía que las sustancias procedentes de los seres vivos no eran compuestos químicos ordinarios, sino que estaban dotados de una suerte de “aliento vital”, por lo que tampoco podían ser sintetizados a partir de los reactivos del laboratorio. Creencia que finalmente se encargó de echar por tierra el químico alemán Wöhler en 1828 al sintetizar, precisamente, urea a partir de dos compuestos inorgánicos tan vulgares y corrientes como el cianato potásico y el sulfato amónico. Esto confirmó lo que experimentos como el “miccionado” de Rouelle ya habían anticipado con gran acierto, que el vitalismo no era más que una gran metedura de pata…

En lo concerniente a las investigaciones de campo, probablemente la más importante, o al menos, multitudinaria, fue la que pusieron en marcha sobre la ídem en el campo de batalla de Ypres, durante la Primera Guerra Mundial, los altos mandos aliados. Al detectar que aquella amenazante nube lanzada por los alemanes era gas cloro muy venenoso, los oficiales arengaron a sus muchachos para que se cubriesen la boca y la nariz con una prenda de algodón empapada en so propia orina. Algo que no debió resultar muy difícil, ya que muchos para entonces ya se habrían meado encima. Ésta medida, al parecer, fue auspiciada por un oficial médico canadiense, según el cuál, el amoníaco presente en la orina neutralizaría el cloro. Craso error, puesto que ambos compuestos en realidad reaccionan para producir gases irritantes (según la reacción Cl2 + NH3 da como resultado HCl + NH2Cl). Por fortuna, los aliados tuvieron suerte, ya que la cantidad de amoníaco contenida en la orina es mínima, en tanto que la urea también reacciona con el clorar para dar la más “inofensiva diclorourea (CONHCl2). Visto el éxito, los aliados decidieron “sistematizar” la medida distribuyendo máscaras antigas consistente en un trozo de algodón presto para ser empapado en orina.

Pero si en algún campo de la ciencia el pis ha desempeñado un papel protagonista en la experimentación, ese es el de la medicina. Con especial incidencia en el estudio de las hormonas, aprovechando el hecho de que aparecen en cantidades significativas en la orina. En ésta línea, el experimento más sonoro fue el Proyecto Pi-Pi. Así fue rebautizado en el mundillo académico, a modo de recordatorio de la materia a estudio, el oficialmente denominado Proyecto PP (nada que ver con partidos políticos, sino con las siglas de la Progesterona Pincus). Fue puesto en marcha en 1955 por el doctor John rock, una eminencia en el campo de la infertilidad, amén de uno de los integrantes de la terna a la que se atribuye la paternidad de la píldora anticonceptiva, junto con el propio Gregory Pincus y al bioquímico Carl Djerassi.

El reto de dicho proyecto era comprobar la eficacia de las progestinas (compuestos sintéticos con una acción fisiológica análoga a la de la hormona sexual femenina progesterona), sintetizadas por Djerassi. Y su verdadero héroe anónimo fue el ayudante de Rock, el obstettra Luigi Mastroianni. Durante los dos meses que duró el experimento, Luigi analizó a diario las muestras de orina de las cincuenta mujeres voluntarias. Éstas permanecieron aisladas durante éste período, para constatar que, efectivamente, ninguna de ellas ovulaba, en lo que supuso el paso clave, por ser el indispensable ensayo clínico para la aprobación como fármaco de la píldora anticonceptiva.

De vuelta a la trascendencia de la relación orina-hormonas, en la actualidad, las “aguas” de mujeres postmenopáusicas o embarazadas son la fuente de la que se obtienen las hormonas aplicadas en tratamientos de fertilidad. En tanto que a partir de la de las yeguas embarazadas se obtienen las hormonas aplicadas en tratamientos de fertilidad. En tanto que a partir de la de las yeguas embarazadas se obtienen hormonas aplicadas en tratamientos hormonales sustitutivos para la menopausia. Supone la perpetuación del método ensayado por el bioquímico posaco Casimir Funk, más conocido por ser el acuñador del término “vitamina”, quien, en la primera mitad del siglo XX, se concentró en la obtención de hormonas sexuales (en cantidades de apenas un puñado de miligramos) a partir de cientos de litros de orina.

Mas como no solo de hormonas vive el hombre, ni tampoco la mujer, ni mucho menos los doctores, la orina también ha sido el perfecto caldo de cultivo para otros gloriosos y extravagantes experimentos médicos. Para abrir boca, el efectuado en la década de 1720 por el dentista francés Pierre Fauchard, considerado uno de los fundadores de la odontología moderna y que, tan “avanzado” como él, contó con la colaboración de sus pacientes para comprobar las bondades de los enjuagues bucales de orina para aliviar las caries. Resultó ser una iniciativa médica que no obtuvo mucho éxito, todo hay que decirlo.

Todavía más escatológicos fueron los ensayos efectuados en Filadelfia a principios del siglo XIX por es aspirante a médico Stubbins Ffirth, quien, en su afán por demostrar su tesis de que la fiebre amarilla no era una enfermedad contagiosa, no tuvo reparos en ingerir e inyectarse la orina aún tibia de enfermos aquejados por dicho mal, entre otras delicatessen que incluía vómito fresco, heces, esputos… pero dado que la fiebre amarilla sí que es una enfermedad muy contagiosa, lo único que logró demostrar nuestro alocado estudiante de medicina, fue que no logró contraerla pese a los esfuerzos contínuos, y es que a veces los milagros existen también en la medicina. Ésta repulsiva dieta le valió para obtener el título de doctor.

Por todo lo anteriormente expuesto, y más que se queda en el tintero, (mucho más), es mucho mejor en vez de mear en balde, hacerlo paro causas que realmente ayuden a la humanidad. Bienvenidos a la Ciencia Micción.

4 comentarios:

  1. pues yo no me imaginaba de estos secretos de la orina y ni que en estados unidos la donaran para poder ir al espacio es un dato interesante y tambien que tenga tantos usos por ejemplo curativos y medicinales y hasta para la agricultura se ha bueno pues que utilizan la urea como fertilizante un saludo para laguna de canachi y para la jenny

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  2. pues yo no me imaginaba de estos secretos de la orina y ni que en estados unidos la donaran para poder ir al espacio es un dato interesante y tambien que tenga tantos usos por ejemplo curativos y medicinales y hasta para la agricultura se ha bueno pues que utilizan la urea como fertilizante un saludo para laguna de canachi y para la jenny

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