Podemos iniciar señalando que con relación al concepto propiamente dicho de seguridad ciudadana, no existe una definición exacta de la misma, por ello la normatividad y la doctrina no es uniforme en su conceptualización.
Algunos señalan que el concepto de Seguridad Ciudadana está estrechamente ligado a otros afines y contiene de por sí una alta carga ideológica y política.
El concepto de seguridad ciudadana diseñado como bien jurídicamente protegido y que engloba a varios derechos de las personas tomadas en conjunto, se ha ido perfilando en base a que hoy en día la convivencia pacífica en una sociedad se encuentra amenazada por la existencia de tensiones y conflictos que generan conductas violentas y que han surgido por diferentes causas.
Entre las que podemos señalar a dos de ellas que son complementarias, una es la crisis económica que afecta a la mayor parte de los países del mundo y la crisis de valores, que han generado pobreza, marginalidad, desempleo, drogadicción, alcoholismo, corrupción, pérdida de identidad, perdida de confianza en el otro, etc.
Pero también podemos señalar que la vida colectiva de los seres humanos, en cualquiera de sus modos de expresión, necesita de un orden.
La finalidad de este orden consiste en hacer posible que cada uno de los integrantes de la comunidad pueda alcanzar la mayor realización posible en su condición de persona, mediante la promoción de un ambiente de vida caracterizado por la armonía, la paz y la vivencia cotidiana de la seguridad, abriéndose paso así a la expresión de toda la potencialidad que contiene la libertad humana, en su creatividad material o espiritual, lo que da origen a la felicidad.
Dichas conductas violentas representan entonces una ruptura entre los individuos y las normas de convivencia social pacífica, impuestas y aceptadas por la mayoría de las personas. El quebrantamiento de dichas normas genera conductas delictivas o, en menor grado faltas o contravenciones, las mismas que afectan directamente las libertades y derechos de otras personas. Pero en si la violencia alcanza hoy dimensiones cada vez más impactantes en las urbes del mundo y prioritariamente en el continente latinoamericano y representa un riesgo para la vida y la salud de las personas afectando el funcionamiento del sistema de atención de la salud. Es precisamente en estos espacios en donde las características del proceso de urbanización desigual, reproduce una diversa calidad de vida en la población, y es esta sociedad de la exclusión la que genera una verdadera expansión de violencias, un mundo de todos contra todos; una sociedad competitiva y autoritaria que niega la diversidad.
Por lo tanto, constituye una constante a nivel mundial, el significativo aumento de ruptura de la convivencia social pacífica en las grandes ciudades, así como por las conductas delictivas que afectan los derechos a la vida, a la integridad, a la libertad (física, sexual, etc.), a la propiedad, etc., ocasionando con ello una situación generalizada de inseguridad.
También es necesario mencionar, que las sociedades modernas viven obsesionadas con la búsqueda de seguridad, y el tema de la inseguridad se ha convertido en uno de los más grandes y graves problemas en la actualidad. Frente a ello, las soluciones que suelen plantearse son diversas: medidas punitivas drásticas para combatir la criminalidad, organización de la sociedad civil para crear mecanismos de protección y prevención frente a actos criminales, participación de los gobiernos locales en tareas de seguridad ciudadana, etc.
Desde esta perspectiva, puede señalarse que existe cierto consenso en delimitar el carácter instrumental de la seguridad ciudadana, concepto que en un primer momento se asocia a la represión de los delitos y la búsqueda de un orden, es decir, se vincula con el control y la reacción frente a la criminalidad, especialmente en las grandes urbes. También se acepta que en la base de dicho concepto está el deber del Estado que es la de brindar protección a sus habitantes frente a toda amenaza a la seguridad personal y la de sus bienes.
Desde esa perspectiva, resulta interesante que en un reciente trabajo el General PNP ® Enrique Yépez Dávalos haya afirmado que la "seguridad ciudadana es pues un concepto jurídico que implica tanto el deber del Estado para preservar la tranquilidad individual y colectiva de la sociedad ante peligros que pudieran afectarla, así como garantizar el ejercicio de los derechos y libertades fundamentales de la persona humana"
Así, la seguridad ciudadana se va configurando como una actividad de servicio a cargo del Estado, teniendo la obligación de elaborar diversas políticas (económicas, sociales, culturales) preventivas y punitivas, en la búsqueda de garantizar la paz social, la tranquilidad y el desarrollo de la vida social libre de peligros.
De todo lo anteriormente señalado y haciendo una aproximación al concepto de seguridad ciudadana podríamos definirla como aquella situación de normalidad en la que se desenvuelven las personas, desarrollando actividades individuales y colectivas con ausencia de peligro o perturbaciones; siendo además éste un bien común esencial para el desarrollo sostenible tanto de las personas como de la sociedad.
Pero también podemos entender el concepto de seguridad ciudadana como aquella acción donde se involucran, para fines de la seguridad pública, tanto la acción política de la ciudadanía, como las actividades que por ley el Estado tiene que proporcionar, sin embargo esta actividad no puede ser posible sin la participación mutua, eficaz y eficiente, tomando en cuenta que no se trata de eximir al aparato gubernamental de su obligación social, pero sí estimar que en este fenómeno en particular, dada sus características especiales, no es posible la obtención de resultados positivos sin la interacción de ambas instancias.
Así, la seguridad ciudadana va a tener una doble implicancia: implica una situación ideal de orden, tranquilidad y paz, que es deber del Estado garantizar y, asimismo, implica también el respeto de los derechos y cumplimiento de las obligaciones individuales y colectivas.
De otro lado, el concepto de seguridad ciudadana es de data reciente, tanto en su denominación como en su contenido. Esto es lo que probablemente origine la confusión del término como otros denominados "orden público" y "seguridad pública", tomándolos incluso por sinónimos en algunas legislaciones.
También se puede señalar que seguridad ciudadana es un sentido amplio para el libre ejercicio de los derechos y libertades, concepto a partir del cual podríamos señalar que la seguridad ciudadana se convierte en un valor jurídicamente protegido en todos los ordenamientos.
Asimismo, podemos indicar que la base de lo que hoy se entiende por seguridad ciudadana es lograr la interrelación en sociedad y que esté orientada a una convivencia armoniosa, tolerante y pacífica de sus integrantes. En definitiva uno de los objetivos que persigue la seguridad ciudadana es que las personas puedan desarrollarse y alcanzar la calidad de vida que deseen en un marco de libertad, sin temores a contingencias o peligros que afecten sus derechos y libertades.
Por otro lado la paz duradera es imprescindible y un requisito para el ejercicio de todos los derechos y deberes humanos. La paz de la libertad -y por tanto de leyes justas-, de la alegría, de la igualdad, de la solidaridad y donde todos los ciudadanos cuenten, convivan y compartan. Por ello, en una versión popular del mensaje por la Paz de 1979 de Juan Pablo II, se puede señalar lo siguiente: Para lograr la paz y educar por la paz, tenemos que seguir una lección importante cada día sobre todo por la gente tentada por el fatalismo. El mensaje de la Iglesia sobre la paz es doble: la paz es posible y además la paz es necesaria. Y la paz de que hablamos, como señaló Juan XXIII en su encíclica Pacem in terris, tiene que construirse sobre cuatro pilares: la verdad, la justicia, el amor y la libertad.
En consecuencia, la paz, desarrollo y democracia forman un triángulo. Los tres se requieren mutuamente. Sin democracia no hay desarrollo duradero: las disparidades se hacen insostenibles y se desemboca en la imposición y el dominio.
Por ello, es preciso identificar las raíces de los problemas globales y esforzarnos, con medidas imaginativas y perseverantes, en atajar los conflictos en sus inicios. Mejor aún es prevenirlos. La prevención es la victoria que está a la altura de las facultades distintivas de la condición humana. Saber para prever. Prever para prevenir. Actuar a tiempo, con decisión y coraje, sabiendo que la prevención sólo se ve cuando fracasa. La paz, la salud, la normalidad, no son noticia. Tendremos que procurar hacer más patentes estos intangibles, estos triunfos que pasan inadvertidos.
La renuncia generalizada a la violencia requiere el compromiso de toda la sociedad. No son temas de gobierno sino de Estado; no de unos mandatarios, sino de la sociedad en su conjunto (civil, militar, eclesiástica, etc.). La movilización que se precisa con urgencia para, en dos o tres años, pasar de una cultura de violencia a una cultura de paz, exige la cooperación de todos. Para cambiar, el mundo se necesita a todo el mundo.
Es necesario un nuevo enfoque de la seguridad a escala mundial, regional y nacional. Las Fuerzas Armadas deben ser garantía de la estabilidad democrática y al orden externo y la Policía al orden interno y la protección ciudadana, porque no puede transitarse de sistemas de seguridad total y libertad nula, a otros de libertad total y seguridad nula.
Las situaciones de emergencia deben tratarse con procedimientos de toma de decisión y de acción diseñados especialmente para asegurar rapidez, coordinación y eficacia. Estamos preparados para guerras improbables, con gran despliegue de aparatos costosísimos, mas no lo estamos para avizorar y mitigar las catástrofes naturales o provocadas, que de forma recurrente nos afectan. Estamos desprotegidos frente a las inclemencias del tiempo, frente a los avatares de la naturaleza. La protección ciudadana aparece hoy como una de las grandes tareas de la sociedad en su conjunto, si queremos consolidar un marco de convivencia genuinamente democrática. Invertir en medios de socorro y asistencia urgente, pero también -y sobre todo- en la prevención y el largo plazo (por ejemplo, en redes de conducción y almacenamiento de agua a escala continental) sería estar preparados para la paz. Para vivir en paz. Ahora estamos preparados para la guerra eventual. Para vivir sobrecogidos e indefensos en nuestra existencia cotidiana ante percances de toda índole.
No basta con la denuncia. Es tiempo de acción. No basta con conocer, escandalizados, el número de niños explotados sexual o laboralmente, de refugiados o de hambrientos. Se trata de reaccionar, cada uno en la medida de sus posibilidades. No hay que contemplar solamente lo que hace el gobierno. Tenemos que desprendernos de una parte de "lo nuestro". Hay que dar. Hay que darse. No imponer más modelos de desarrollo ni de vida. El derecho a la paz, a vivir en paz, implica cesar en la creencia de que unos son los virtuosos y acertados, y otros los errados; unos los generosos en todo y otros los menesterosos en todo.
Es evidente que no puede pagarse simultáneamente el precio de la violencia y el de la paz, por ello Daisaku Ikeda señala que "La paz no se concreta esperando pasivamente. Se logra a través de un esfuerzo concentrado y enérgico. El "arma" más poderosa de quienes crean la paz es el diálogo, el rehusarse a abandonar la capacidad del lenguaje, que es lo que nos hace humanos. El diálogo y la comunicación –cualquiera sea el resultado inmediato— constituyen, en sí, un acto de fe en nuestra humanidad, por lo cual debemos trabajar sin descanso para fortalecer y reafirmar. La lucha por comprender y ser comprendidos requiere que cada uno de nosotros regrese a la fuente más profunda de la humanidad, más allá de las diferencias históricas, culturales o de credo".
Además, garantizar a todos los seres humanos la educación a lo largo de toda la vida permitiría: regular el crecimiento demográfico, mejorar la calidad de vida, aumentar la participación ciudadana, disminuir los flujos migratorios, reducir las diferencias distributivas, afirmar las identidades culturales, impedir la erosión del medio ambiente, con cambios muy sustanciales en los hábitos energéticos, en el transporte urbano; favorecer el desarrollo endógeno y la transferencia de conocimientos; impulsar el funcionamiento rápido y eficaz de la justicia, con apropiados mecanismos de concertación. Nada de esto puede realizarse en un contexto de violencia. Habrá necesariamente que trabajar en aumentar las inversiones en la construcción de la paz.
La paz, y los principios de la libertad, las necesidades básicas, la democracia, los derechos humanos y la justicia que están asociados con ella, sólo pueden ser construidos por medios pacíficos. La violencia, y la perpetuación de la violencia, es la antítesis de estos valores y terminarán produciendo más de lo que busca erradicar. Lo que se necesita es la construcción de un programa positivo y constructivo que una a las personas para trabajar juntos y crear activamente la seguridad, el bienestar y la libertad que buscamos. La alternativa es que tomemos parte en la destrucción de todo lo que queremos, dándole a los demás el dolor y la devastación que buscamos evitar.
Todos deben contribuir a facilitar la gran transición desde la razón de la fuerza a la fuerza de la razón; de la opresión al diálogo; del aislamiento a la interacción y la convivencia pacífica. Pero, primero, vivir y dar sentido a la vida. Erradicar la violencia: he aquí nuestra resolución. Evitar la violencia y la imposición yendo, a las fuentes mismas del rencor, la radicalización, el dogmatismo, el fatalismo, la pobreza, la ignorancia, la discriminación, la exclusión, son formas de violencia que pueden conducir -aunque no la justifiquen nunca- a la agresión, al uso de la fuerza, a la acción fratricida.
Una conciencia de paz -para la convivencia, para la ciencia y sus aplicaciones- no se genera de la noche a la mañana ni se impone por decreto. Se va fraguando en el regreso -después de la decepción del materialismo y del servilismo al mercado- a la libertad de pensar y actuar, sin fingimientos, a la austeridad, a la fuerza indomable del espíritu, clave para la paz y para la violencia.
Terminamos, pues, con fantásticos avances científicos y tecnológicos: conocemos y tratamos muchas enfermedades que son causa de sufrimiento y muerte; nos comunicamos con una nitidez y celeridad extraordinarias; tenemos a nuestra disposición la información instantánea y sin límites. Pero los antibióticos y los medios de telecomunicación no pueden ocultar las sangrientas luchas que han diezmado millones de vidas en flor, que han infligido sufrimientos indescriptibles a tantos inocentes.
Todas las perversidades de la violencia, tan patentes hoy gracias a los aparatos audiovisuales, no parecen capaces de detener la gigantesca maquinaria puesta en pie y alimentada durante siglos y siglos. Corresponde a las generaciones presentes la casi imposible tarea bíblica de "transformar la violencia en paz" y transitar desde un instinto de violencia -forjado desde el origen de los tiempos- a una conciencia de paz. Sería el mejor y más noble acto que la "aldea global" podría realizar. El mejor obsequio a nuestros descendientes. ¡Con qué satisfacción y alivio podríamos mirar a los ojos de nuestros hijos!
Pero también se hace necesario hablar de ¡los derechos humanos! en este milenio, ésta debe ser nuestra utopía: ponerlos en práctica, completarlos, vivirlos, re-vivirlos, re-avivarlos cada amanecer Ninguna nación, institución o persona debe sentirse autorizada a poseer y representar los derechos humanos ni menos aun a otorgar credenciales a los demás. Los derechos humanos no se tienen ni se ofrecen, sino que se conquistan y se merecen cada día. Tampoco deben considerarse una abstracción, sino pautas concretas de acción que deben incorporarse a la vida de todos los hombres y las mujeres, y a las leyes de cada país.
Lo que se necesita, por tanto, es acción. Para que la gente de todas las comunidades del mundo se una, alcancen y trabajen activamente por la construcción de la paz por medios pacíficos y para la transformación de todas las formas de violencia directa, estructural y cultural. Quienes están aterrados por el dolor, la devastación y la destrucción que crean la violencia y la guerra, deben tener el coraje de ponerse de pie y tomar el camino de los principios de la no violencia y la paz.
Por ello debemos de hacer un llamamiento a todas las familias, a los educadores, a los religiosos, a los parlamentarios, políticos, artistas, intelectuales, científicos, artesanos, periodistas; a todas las asociaciones humanitarias, deportivas, culturales; a los medios de comunicación, para que difundan por doquier un mensaje de tolerancia, de no violencia, de paz y de justicia. Para que fomenten actitudes de comprensión, de desprendimiento, de solidaridad; para que, con mayor memoria del futuro que del pasado, sepamos mirar juntos hacia adelante y construyamos así, en condiciones adversas y en terrenos inhóspitos, un porvenir de paz y derecho fundamental.
Para concluir podríamos señalar que es necesario "evitar el horror de la violencia a nuestros descendientes", "construyendo los baluartes de la paz en el espíritu de todos nosotros", es decir menos VIOLENCIA y mayor PAZ.
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