4.9.09

UN ABETO DE CASI 10.000 AÑOS


En las frías montañas del noroeste de Suecia, donde el invierno es una oscura noche de ventisca que se alarga durante meses, vive un superviviente nato. Un campeón de la longevidad que ha sido capaz de soportar los rigores del clima subártico durante casi diez milenios y que sigue en pie con buena salud. Un ser vivo extraordinario con un aspecto nada particular; si se diesen un paseo por el bosque donde habita, no lo reconocerían. No verían más que un abeto rojo de unos cuatro metros de altura que no se diferencia en mucho de los jóvenes vecinos que le rodean. Pero, ya saben, las apariencias engañan. Bajo tierra es donde hay que buscar su secreto de la eterna juventud: un sistema de raíces que llevan vivas 9.550 años y que han tenido la capacidad de levantar sucesivos troncos, de una expectativa de vida de unos 600 años, que han ido relevándose en su imprescindible tarea fotosintetizadora.

Diez mil años de vida. Casi nada. Cien siglos de parsimoniosa existencia que abarcan innumerables generaciones de industriosos y voraces Homo sapiens. Y es que nuestra especie ha recorrido un largo camino durante este mismo período. Háganse una idea; más o menos al mismo tiempo que nuestro héroe germinaba, los habitantes de Oriente Próximo daban un paso trascendental en la evolución cultural del ser humano: las primeras domesticaciones de plantas silvestres y animales salvajes. Y si seguimos la sinuosa senda que lleva desde los albores del Neolítico hasta nuestra sociedad científico-tecnológica, nos topamos con que otros lejanos momentos estelares de la humanidad, como el nacimiento de la escritura o el descubrimiento del hierro, llegaron cuando nuestro protagonista ya era un vetusto árbol con una edad de cuatro mil años.

No sé a ustedes pero esta tremenda diferencia en escalas temporales me da que pensar. Porque, aunque este abeto rojo tenga el honor de ostentar el record de longevidad de un ser vivo, no es un caso aislado. En la misma cordillera sueca donde habita se han encontrado hasta una veintena de árboles de la misma especie que rondan los ocho mil años de edad, en Nueva Zelanda se están estudiando varios especímenes de otro tipo de coníferas de parecida edad y en el libro Guiness de los récords todavía aparece, con una marca de 4.800 años, un venerable pino erizo de las Montañas Blancas de California al que con toda justicia se le apoda Matusalén.

Lo que estos datos me dan que pensar es que el ser humano no es más que un recién llegado al desfile de la vida y que debería aprender de los que llevan en él mucho más tiempo. Nuestra especie ha progresado muy rápido y ha sido capaz de colonizar prácticamente cada rincón de la tierra firme del planeta pero su triunfo le está saliendo caro; se está produciendo a costa de la buena salud de la biosfera, que cada vez es más vulnerable. Y esto es algo que nos debería preocupar. Pero no por un sentimiento altruista hacia el resto de especies que pueblan La Tierra sino por puro egoísmo. Deberíamos recordar que para que el éxito de una especie sea duradero, no puede producirse a costa de la destrucción del ecosistema donde habita y del que obtiene los recursos que le permiten perseverar en la continua lucha que es la existencia. Eso es tanto como matar a la gallina de los huevos de oro.

¿Qué proporciona al ser humano esa gran gallina de los huevos de oro que es la biosfera? Hagamos un rápido recuento siguiendo la lista confeccionada por el naturalista norteamericano Edward O. Wilson en su libro «El futuro de la vida»: la regulación de la atmósfera y el clima, la purificación y la retención de agua dulce, la formación y enriquecimiento del suelo, el reciclado de nutrientes, la detoxificación y la recirculación de los desechos, la polinización de los cultivos y la producción de leña, alimento y combustible a partir de biomasa. Todos ellos bienes imprescindibles para la continuidad de nuestra sociedad y que solamente podremos seguir obteniendo mientras el medio ambiente no esté excesivamente deteriorado. Pero el problema de conseguir algo gratis es que uno olvida rápidamente su valor y eso es lo que nos ocurre. No nos damos cuenta de que dependemos totalmente del buen estado del resto de la vida del planeta que nos acoge ya que no hay manera de que nuestra ciencia y tecnología puedan reemplazar todos los servicios que la biosfera nos regala.

La vida se ha desarrollado en el planeta Tierra siguiendo su lenta pero continua evolución durante 3.700 millones de años; el Homo Sapiens sólo ha sido parte de ella durante los últimos doscientos mil, poco más que un suspiro a escala geológica. Como dejó escrito el científico y poeta Omar Khayyam «El mundo no era incompleto cuando nacimos,/ nada cambiará tampoco con nuestra ausencia». Pero nuestra especie sí que depende del medio ambiente en el que habita y de los recursos que la biosfera le brinda. Si queremos que nuestra estirpe tenga un futuro halagüeño deberemos frenar nuestra voracidad y comprender que el pan para hoy pero hambre para mañana de nuestro modelo de sociedad tendrá una pronta fecha de caducidad. La palabra clave en nuestro futuro tiene que ser desarrollo sostenible. No nos queda otra.

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