9.1.09

ANIMALADAS JUDICIALES


En agosto de 1487, una multitud de campesinos de la comarca francesa de Autun acudió al obispo Jean Rolin para pedirle que intercediera ante Dios para acabar con una plaga de ratones que estaba arrasando sus campos. Monseñor ordenó a los párrocos de la comarca que salieran a los campos para conminar a los roedores a que abandonaran el lugar; en caso contrario, se expondrían a la ira del Altísimo. Pero las exhortaciones de los religiosos no tuvieron efecto alguno, y los ratones siguieron a lo suyo, devorando las cosechas. Las crónicas (recogidas por el historiador Michel Pastoureau en su “Historia de los Juicios Medievales”), cuentan que Monseñor, iracundo al ver cómo aquéllos animaluchos le desafiaban, ordenó que fueran juzgados por herejía.

Como en todo proceso, hubo un abogado defensor, el joven letrado Barthélémy de Chassanée, quien, por el ingenio que demostró en éste juicio, llegó a convertirse en uno de los juristas más célebres de su tiempo. El esforzado defensor pidió un aplazamiento porque sus clientes, los ratones, eran tan numerosos y vivían tan dispersos por todo el territorio, que un solo auto de emplazamiento clavado en la puerta de la catedral no serviría para avisarles de la celebración de la vista. Por eso, los sufridos sacerdotes de la diócesis tuvieron que salir nuevamente a los campos, ésta vez a leer en voz alta el auto procesal para que los roedores estuvieran avisados. Convocado nuevamente el tribunal un mes después, los ratones seguían sin comparecer en la sala, por lo que el letrado solicitó un aplazamiento más, argumentando que los gatos sueltos por el territorio, impedían que sus clientes salieran de sus escondites. Nuevamente, su petición fue aceptada, y logró retrasar el juicio en seis ocasiones con los pretextos más dispares, hasta que las autoridades eclesiásticas suspendieron finalmente aquél absurdo proceso.

Aunque fueron los animales domésticos y los insectos quienes padecieron con más saña el acoso de la Ley, no hubo especie que no tuviera algún miembro procesado.

En 1973, durante la Revolución Francesa, un loro que pertenecía a dos nobles damas, fue acusado de contrarrevolucionario por gritar desde una ventana: “VIVA EL REY, VIVAN NUESTROS SACERDOTES”. El pájaro fue condenado a ser reeducado por Madame Le Bon, la célebre mujer parisina que contemplaba las ejecuciones tricotando, y que enseñó al al loro a blasfemar y a decir obscenidades.

En 1865, un oso que destrozó a un hombre en Holanda fue procesado por asesinato. Su abogado trató de anular el juicio diciendo que el animal tenía derecho a ser juzgado por un tribunal solamente compuesto por osos. Su alegato fue desestimado.

En 1805, un buque de guerra francés naufragó frente a la localidad británica de Hartlepool. El único superviviente fue la mascota de la nave, un chimpancé vestido con uniforme napoleónico. Los lugareños le juzgaron por espionaje y le ahorcaron.

En 1662, una vaca fu enterrada viva en Connecticut, Estados Unidos, junto a un campesino que fue sorprendido practicando el bestialismo con ella.

En el pasado, los juicios contra animales fueron mucho más comunes de lo que se piensa. Cerdos acusados de infanticidios, perros incriminados por cuestiones políticas… prácticamente no hubo especie irracional que en el período que va desde el medievo hasta finales del siglo XVIII no se librara de comparecer ante un tribunal por los motivos más alucinantes que podamos imaginar. Encima, no todos tuvieron la suerte de contar con un abogado tan brillante como Chassanée, quien llegó a escribir un Tratado Jurídico titulado “Concilia”, en el que explicaba cómo debían conducirse los abogados en los procesos contra animales. Exponía, además, su tesis de que el animal debería ser juzgado por un tribunal religioso, salvo en el caso de que fuera acusado de un delito de sangre, circunstancia en la que sería sentenciado por otro civil.

Aunque parezca una barbaridad, hubo decenas de animales acusados de asesinato. Aunque la peor parte se la llevaron los cerdos. Era frecuente que en las aldeas y pueblos medievales los puercos anduvieran sueltos, lo que dio lugar a algunos casos de ejemplares que devoraban a bebés cuyas madres habían dejado solos, de forma imprudente, en las puertas de sus casas. El incidente más célebre fue el de la cerda de Falaise, en 1386, un suceso que ha trascendido a la posteridad gracias a que todos los detalles fueron recogidos minuciosamente para la posteridad por un escribiente local, Guiot de Monfort.

Una marrana bien rolliza fue acusada de infanticidio por matar a un niño devorándole el rostro y los brazos. El noble local, el vizconde Pere Lavengin, ordenó celebrar un proceso en el que el animal fue condenado a muerte. La cerda fue conducida al patíbulo disfrazada con ropas de persona, y el verdugo le amputó las manos y el morro, tal y como ella había hecho con su víctima. Luego fue colgada por los cuartos traseros hasta morir, cosa que sucedió pronto, ya que la sangra manaba de sus heridas como si se tratara de grifos abiertos. Finalizada la ejecución, el populacho desmembró al animal y se comieron una parrillada.

Pero lo más grotesco fue que se obligó a los granjeros a llevar a sus cerdos a que presenciaran la matanza, para que les sirviera de escarmiento.

Igual que éste ejemplar, otro congénere suyo fue ejecutado en París en 1161, acusado de ¡REIGCIDIO!. El animal se introdujo entre las patas del caballo que montaba el Príncipe Felipe, hijo del Rey Luis VI, y le hizo caer. El muchacho perdió la vida en el accidente y el puerco acabó destripado públicamente en un cadalso. Y en 1572, en Toledo, otro cerdo que había devorado un niño fue , además de ejecutado, acusado de sacrilegio por haber comido carne un Viernes Santo..

Ambas historias fueron recogidas por Edgard Payson Evans, un erudito que dedicó 44 años a investigar en los archivos judiciales europeos para escribir la que está considerada la obra magna sobre el tema: “The criminal prosecution and capital punishment of animals (1906).

Actualmente, ningún código penal admite la posibilidad de juzgar a un animal, aunque a vece se dan situaciones que hacen que alguno acabe con sus huesos en la cárcel. Éste verano, la policía de Tuxtla Gutiérrez, capital del Estado Mexicano de Chiapas, encarceló a un burro que había coceado a dos viandantes. “Aquí, si alguien comete un delito, lo paga”, dijo el alcalde, y el animal fue a prisión hasta que su dueño pagó una multa.

También han sido sonados los extravagantes casos de animales demandados por haber recibido cuantiosas herencias de sus amos. Como el perrito Trouble, un ejemplar de bichón maltés que a la muerte de su dueña, Leona Hemsley, se convirtió en propietario de doce millones de dólares. Los nietos de la señora Hemsley recurrieron el testamento ante los tribunales, pero no vieron ni un dólar.

Volviendo al tema… los marranos no fueron los únicos animales convictos de asesinato. Bueyes que corneaban a sus amos hasta matarlos y perros rabiosos fueron ahorcados, decapitados o despedazados por haber causado daños a los humanos. En la mayoría de éstos procesos, los animales tenían muy pocas posibilidades de salir absueltos o de gozar de la clemencia del tribunal, pero hubo una excepción. En la obra Evans también queda constancia de que en 1379, en el pueblo belga de Saint-Marcel-le-Jeussery, una jauría de perros hambientos, entre los que se encontraban varias crías, atacó la casa de un lugareño y mató a su hijo de corta edad. Los animales fueron capturados, juzgados y condenados a muerte, pero el sacerdote local, Hubert de Poitiers, intervino ante el tribunal para pedir clemencia para las crías, y lo hizo alegando a su favor que habían sido malcriadas por los canes adultos. Los jueces se mostraron comprensivos e indultaron a los perritos.

Con es lógico, las mentes privilegiadas de la época pensaron que los juicios contra animales eran un auténtico disparate. Fue el caso, por ejemplo, del mismísimo Santo Tomás de Aquino, quien llegó a alumbrar varios escritos en los que alegaba que no se podían emprender acciones penales contra seres que no poseían la voluntad de hacer daño intencionadamente. Pero las autoridades eclesiásticas del momento no hicieron mucho caso de sus doctas palabras.

Así, como relata Jan Bondeson en su libro “La sirena de Fiji” (un recopilatorio de las más alucinantes anécdotas de la interacción entre hombres y animales a lo largo de la historia), en 1479 el obispo de Lausana dirigió un juicio contra una plaga de cochinillas, para las que pidió la excomunión. El principal argumento de la de la acusación era que las cochinillas no habían estado en el Arca de Noé, lo que demostraba el poco afecto que Dios sentía por ellas. Finalmente, las procesadas fueron anatematizadas en un auto que comenzaba con la siguiente imprecación. “ Vosotras las acusadas, asquerosidad infernal, vosotras las cochinillas, que ni seréis citadas entre los animales…”.

Más suerte, según Bondeson, tuvo en cambio una colonia de termitas que en 1752 fue llevada a juicio en Brasil por haber semidestruído el monasterio de unos frailes franciscanos.

El abogado de las hormigas argumentó que los insectos habían vivido en aquel lugar desde siglos antes de la llegada de los misioneros y colonizadores portugueses. Su alegato fue aceptado, y finalmente, fueron los frailes quienes tuvieron que mudarse y dejar a las termitas como señoras de su antiguo asentamiento.

En ésta espiral de delirios procesales tampoco han faltado los animales sentenciados por delitos políticos. Así, en 1792, en plena Revolución Francesa, el mastín de un anciano aristócrata, el marqués de Saint-Prix, se abalanzó sobre el alguacil que venía a prender a su amo. El animal estaba disfrazado con una librea similar a la que usaban los soldados realistas. Aquello resultó argumento suficiente para que el perro fuera acusado de reaccionario y juzgado por actividades antirrevolucionarias. Finalmente, el can fue guillotinado junto a su amo.

Fiel, fue el único animal que demandó a un ser humano; lo habitual era al revés, como hemos estado viendo hasta éste momento, pero aquí se han cambiado las tornas. Lo he dejado para el final, es dentro de ésta aborágine de estupideces judiciales, una vuelta de tuerca más.

Según cuenta el escritor Guilbert de Pixérécourt, en 1400 en la localidad francesa de Montargis, se dio el caso excepcional de un mastín al que se le concedió la categoría de demandante en un proceso por asesinato. El perro, llamado Fiel, pertenecía a Aubry de Mondidier, un miembro de la Guardia del Rey Carlos V de Francia que murió a manos de un rival, quien enterró el cadáver en el campo. Se dice que el animal, que presenció la escena, condujo a los alguaciles hasta el lugar en el que estaba sepultado el cuerpo. Además, cada vez que veía al asesino, gruñía amenazadoramente.

Aquello resultó sospechoso y el Rey permitió que el perro se presentara como demandante en un proceso judicial. El criminal, lógicamente, negó los hechos. Los jueces se preguntaban a quién creer. Por eso, se decidió organizar un “Juicio de dios”, un duelo a muerte entre el hombre y el animal, en el que, supuestamente, el Señor favorecería a quién tuviera razón. Armado con un gran escudo y una larga espada, el asesino tenía clara ventaja sobre el perro. Pero la tenacidad de Fiel se impuso sobre la superioridad armamentística de su adversario, que acabó tumbado en la rena con la mandíbula del can en su garganta y confesando su culpabilidad.

Todos éstos casos aquí narrados y otros muchos escandalizaron a diversos pensadores, como el dramaturgo Jean Racine, quien el La litigante, escribió: “en los juicios contra animales, las verdaderas bestias no se sientan en el banquillo de los acusados, sino en el de la acusación”.

2 comentarios:

  1. estas seguro que la revolucion francesa fue en 1973?
    solo las mentes privilegiadas pensaban que era un disparate?
    menudas opiniones en esos tiempos... la ultima frase lo dice todo

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  2. Pues estoy seguro que no fue en 1973, JUAS JUAS JUAS... es un error al escribir al fecha... jajaja... la Revolución Francesa se inició con la autoproclamación del Tercer Estado como Asamblea Nacional en 1789 y finalizó con el golpe de estado de Napoleón Bonaparte en 1799.

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